viernes, 13 de enero de 2017

Una aparición de «La llorona»

Una media noche de un frío y tranquilo mes de noviembre de 1955, un turista recorría las calles de la ciudad de México. Había estado escuchando a los mariachis en Garibaldi y había tomado un par de tequilas.

Su orientación, sobre todo en una ciudad desconocida, no era muy buena y, en lugar de dirigirse a su hotel hacia el centro, se encaminó por San Juan de Letrán hacia el barrio de Tlatelolco.

Por aquellos tiempos el barrio de Tlatelolco estaba formado por casas humildes y calles estrechas que en nuestros días se han convertido en enormes edificios y amplias avenidas. Al sueco no le molestaba el frío, al contrario, la temperatura le parecía ideal porque comparada con la de su país natal se le antojaba hasta cálida.

De pronto, nuestro turista sintió una extraña sensación que le erizó los cabellos y sintió un hálito helado que le traspasaba literalmente el cuerpo, recorriéndole la espina dorsal y saliéndole por el pecho, con un desapacible escalofrío. Pero esta desagradable sensación se qudó en nada cuando, un segundo más tarde, escuchó delante de él los espantosos gritos de una mujer que plañía:

- ¡Ay, ay, ay mis hijos!

Y tras los gritos escuchó un terrible llanto que le dejó paralizado. El sueco creía que nunca podría volver a estar tan asustado, pero unos segundos después vio la figura fantasmal de la mujer que gritaba entre llantos, «¡ay, ay mis hijos!», que se le acercaba lastimosamente como buscando ayuda, auxilio, consuelo.

Entonces el sueco salió corriendo en dirección contraria y no paró de correr hasta que se encontró, sin saber cómo, dentro del hotel.

Al contar su espantosa experiencia al encargado del hotel, un mexicano común y corriente, el sueco quedó sorprendido por varios motivos. Uno, el encargado no lo tomó por loco. Dos, el encargado no se inquietó siquiera con el relato, al contrario, sonreía entre complacido y divertido. Y tres, el encargado le contó la historia de «la llorona» (el fantasma que el sueco había sentido, oído y visto), animándole a regresar juntos al lugar de la aparición para ver si «tenían suerte» y se volvían a encontrar con la aparición. Por supuesto, el sueco no accedió al entusiasmo del encargado, que estaba encantado ante la posibilidad de encontrarse con el fantasma.

El sueco, que no creía en los fantasmas, se había topado con uno. Y el mexicano, que vivía el sentimiento mágico de su pueblo, sintió cierta frustación y envidia de la experincia paranormal del sueco y no puedo ver a «la llorona»... de la que ya contaremos su historia...


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