Drácula es una novela de vampiros del escritor irlandés Bram Stoker, publicada en 1897. Hay rasgos muy interesantes en la concepción del personaje, que no se compara en nada la versión de cine a la que se encuentra en la novela.
La primera leyenda en torno a Drácula afirma que para su elaboración Bram Stoker fue asesorado por Ármin Vámbery, un profesor húngaro especialista en temas de oriente. La segunda, acaso la más difundida, postula que Stoker basó su Drácula en Vlad Tepes, aquel poco agradable príncipe de Valaquia. Pero lo cierto es que la novela comenzó a escribirse antes de que Bram Stoker tuviese información sobre Tepes.
De hecho, el primer nombre del vampiro en los borradores es un: Count Vampyr. Más curioso resulta el porqué de la asociación posterior, que en principio se trató simplemente de una afinidad sonora. Bram Stoker leyó una biografía de los principados de Valaquia y allí apareció el nombre de Draculea. Al novelista le gustó y desde ese momento comenzó a instruirse sobre las características del príncipe. En resumen: el vampiro de la novela es anterior a su nombre.
Celebremos que en noviembre hará 169 años, nació Bram Stoker el creador de Drácula, un icono de las historias de vampiros con un fragmento de su gran obra:
“La boca estaba más roja que nunca; sobre sus labios había gotas de sangre fresca que caían en hilillos desde las esquinas de su boca y corrían sobre su barbilla y su cuello. Hasta sus ojos, profundos y centellantes, parecían estar hundidos en medio de la carne hinchada, pues los párpados y las bolsas debajo de ellos estaban abotagados. Parecía como si la horrorosa criatura simplemente estuviese saciada con sangre.
Yacía como una horripilante sanguijuela, exhausta por el hartazgo. Temblé al inclinarme para tocarlo, y cada sentido en mí se rebeló al contacto; pero tenía que hurgar en sus bolsillos, o estaba perdido. La noche siguiente podía ver mi propio cuerpo servir de banquete de una manera similar para aquellas horrorosas tres. Caí sobre el cuerpo, pero no pude encontrar señales de la llave. Entonces me detuve y miré al conde. Había una sonrisa burlona en su rostro hinchado que pareció volverme loco. Aquél era el ser al que yo estaba ayudando a trasladarse a Londres, donde, quizá, en los siglos venideros podría saciar su sed de sangre entre sus prolíficos millones, y crear un nuevo y siempre más amplio círculo de semidemonios para que se cebaran entre los indefensos.
El mero hecho de pensar aquello me volvía loco. Sentí un terrible deseo de salvar al mundo de semejante monstruo.”
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