domingo, 29 de enero de 2017

Enfield, la casa del terror

A finales de los setenta se desencadenó un violento poltergeist en un domicilio popular al norte de Londres. Fue tal la agresividad, tan desconcertante su origen, que el caso acabó fascinando a toda la opinión pública. ¿Qué ocurrió en Enfield? ¿Quiénes fueron los causantes de los sucesos?


Una noche de verano. Una noche como tantas en el municipio de Enfield en agosto de 1977. 


Estamos en un barrio de casas adosadas, residencial, las luces de las viviendas comienzan a esconderse. Descanso obliga. 284 de Green Street, para más señas.

Las familias bien avenidas disfrutan relajadas de sus programas de televisión favorito, algún joven se encierra en su habitación para escuchar Animals, el último disco de Pink Floyd, los matrimonios acuestan a sus hijos… Todo es normal, una noche cualquiera de agosto de 1977. Todo es rutinario… Excepto en una casa. La casa en la que vive Peggy Harper, una divorciada de alrededor de 40 años, junto a sus cuatro hijos. En su vivienda adosada está a punto de desatarse un mundo extraordinario. Rosa, 13 años, Janet, 11, Pete, 10 y Jimmy, 7. Así se llaman los cuatro hijos de Peggy. Las dos medianas, Janet y Pete, duermen en la misma habitación. En apariencia, plácidamente, vigiladas por el póster de los muy setenteros detectives Starsky y Hutch que cuelga en la pared. Hasta que de repente, en medio de la noche, comienzan a proferir terribles gritos.

La madre sube corriendo a la habitación. Cuando entra, las encuentra escondidas bajo las sábanas, asustadísimas.


Una pesadilla, piensa Peggy. Pero que la hubiesen sufrido las dos a la vez… Eso era realmente extraño. Las niñas le cuentan que, de repente, las camas habían empezado a agitarse brutalmente, movidas por una fuerza surgida de la nada. Peggy revisa la habitación y la casa. Allí no hay nadie que hubiera podido provocar tal turbación. Una pesadilla, eso es, una excepcional y violenta pesadilla que habían tenido las dos a la vez.

El sueño volvió a vencerlas, y el miedo quedó apenas como una anécdota para Peggy. Sin embargo, cuando la anécdota se repite troca en un rompecabezas. Y eso ocurrió al día siguiente. Se acercaba de nuevo la noche. Janet y Pete se acuestan. Regresan al escenario del miedo.

Al poco de entrar en la cama, Peggy vuelve a escuchar sus gritos. Cosas de niños, suponemos que pensaría. Pero amor de madre obliga, así que la señora Harper, como la noche anterior, sube a la habitación de las niñas que, de nuevo, estaban paralizadas, aterradas ante lo que acababan de padecer.

En este caso, había sido una silla la que, según las pequeñas, se había zarandeado bruscamente por toda la habitación, como movida por unos brazos fuertes e invisibles que la lanzaban contra las paredes.

Nadie había estado allí, la silla se movía sola. Si los objetos adquirían vida, mejor tenerlos controlados, debió de pensar Peggy, aún recelosa de la imaginación infantil. Así que, ni corta ni perezosa, se llevó la traviesa silla a su habitación.

Sin embargo, la siguiente ocasión, esa misma noche, no iban a ser los lamentos de sus retoños los que la despertaran. Esta vez fue ella misma quien escuchó el estrépito de muebles moviéndose en el cuarto de Janet y Pete.

Estaba visto que esa noche de agosto no iba a poder dormir. Alarmada, volvió a asomarse al cuarto de las niñas. Y esta vez sí que comprobó un suceso chocante, fuera de toda lógica.

Un gran baúl se había desplazado alrededor de medio metro de esa que ya empezaba a parecer la habitación del pánico.

No sin esfuerzo, Peggy, ahora ya angustiada, volvió a ubicar el arcón en su emplazamiento original. Tras comprobar que todo estaba en orden, la madre se dio la vuelta dispuesta a apagar la luz y abandonar la habitación. Pero antes de que pudiera poner la mano en el pomo de su puerta, algo comenzó a moverse a sus espaldas. ¡Era el baúl!

Pudo observar con sus propios ojos que aquello no formaba parte de ningún relato inventado por sus pequeñas, nadie ejercía su fuerza para lograr el desplazamiento. El baúl se estaba moviendo solo. Parecía que la fuerza invisible quisiera devolver el arca al lugar desde el que lo había trasladado Peggy. “Todo comenzó en la habitación, cuando la cómoda se movió y pudimos oír algo parecido a unos pies arrastrándose”, describió años después para Channel 4 Janet… Una energía incomprensible estaba desafiando a la familia. Y los incidentes tan sólo acababan de comenzar…

En busca de ayuda


No sin antes escapar corriendo junto a sus niñas de la habitación, Peggy Harper acudió presurosa a las casas de los vecinos. Necesitaba ayuda, que alguien adulto y ajeno a la vivienda ayudase a esclarecer los sucesos, darles una explicación racional. ¿Y si hubiera algún intruso en la casa? Pero no, nada de eso. Junto con unos cuantos vecinos, Peggy escudriñó cada palmo de la casa en busca de algo fuera de lo común en su cotidianeidad, que pudiese ofrecer una explicación racional a los sucesos. Nada. Absolutamente nada. Lo único que pudieron comprobar es que las niñas, que Peggy, no estaba loca, que no se había inventado nada. Porque ellos mismos escucharon ruidos constantes y fuertes golpes sin origen claro, sin aparente motivo. “Escuchamos golpes en la pared, en el dormitorio, en el techo.


No podíamos distinguir de dónde procedían”, explicó uno de los vecinos testigo del suceso. “He de confesar que realmente estaba asustado”.

Entre todos decidieron que la opción más correcta iba a ser llamar a la Policía. No quedaba otra. Poco tiempo después los agentes se presentaron en la vivienda. Los ruidos continuaban. Su presencia no aminoró los fenómenos. Volvieron a rebuscar en cada rincón de la casa a la espera de que gracias a su experiencia fuesen capaces de acceder a un dato que a los vecinos se les hubiera escapado.

Otra vez, la nada, la incomprensión, el mismo espanto tan humano hacia lo que no somos capaces de explicar. Los agentes no pudieron hacer nada al respecto… bueno, sí, un informe en el que detallaban de qué manera durante su presencia en la vivienda de la señora Harper, habían escuchado los ya referidos gritos y ruidos, sin origen conocido y el movimiento, por sí sola, de aquella silla que Peggy se había llevado de la habitación de sus niñas. Habían buscado intrusos, cables ocultos en la silla… No había explicación posible.

Y ya puestos a comunicar el suceso, a conseguir de algún modo una nueva visión, un esclarecimiento de los hechos, los testigos se pusieron en contacto con uno de los medios escritos más leídos en el Reino Unido, el Daily Mirror. En los días siguientes, el reportero George Fallows y el fotógrafo Graham Morris acudieron a la casa. Las jornadas anteriores, los acontecimientos se habían generalizado, también se habían vuelto más violentos. Ya no estaba todo centrado en la habitación de Janet y Pete… Los juguetes volaban por los aires, lanzados por una violenta mano invisible, las sillas continuaban moviéndose, las camas se agitaban sin descanso. Y eso mismo contemplaron asombrados George y Graham. Este último pudo comprobar, incluso, cómo una pieza de un juguete desmontable chocaba con vehemencia contra su frente cuando trataba de hacer una fotografía. El periódico se hizo eco de la información que pronto se convirtió en uno de los temas, a la vez, más controvertidos y que más fascinación despertaba en el Reino Unido. Hasta tal punto que las cámaras de la BBC acudieron a la “vivienda encantada” en busca de imágenes y, a ser posible, de respuestas. Y algo encontraron. Algo raro, por supuesto. Cuando los periodistas, después de grabar algunas imágenes de la casa, con sus correspondientes sucesos anómalos, se disponían a editar lo registrado, tropezaron con un obstáculo insalvable.

No había nada que editar: la grabación se había esfumado. No había nada. Quizá tuviera algo que ver el hecho de que la cinta estuviera completamente retorcida, inservible. El poltergeist continuaba, cada día con más fuerza, con mayor brutalidad.

En cierta ocasión uno de los hermanos comenzó a quejarse de dolor en una de sus piernas. Era incapaz siquiera de moverla. El niño se lamentaba de que algo le oprimía fuertemente el muslo. La sensación, decía, era semejante a como si un hombre le estuviera presionando la pierna con las dos manos.

Turno de los expertos


El desconcierto era absoluto entre todos los protagonistas y testigos de los sucesos. Acabar con ellos se antojaba imposible. Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, la única solución era la de contactar con expertos en estos hechos. La familia llamó a la SPR –“Sociedad para la Investigación Psíquica”–. Uno de sus investigadores, Maurice Grosse, acudió a la llamada. El 8 de septiembre, Grosse se encuentra en la casa junto al fotógrafo Graham Morris cuando escuchan un fuerte golpe en la habitación de Janet, donde se habían iniciado los fenómenos. Ésta, pese al estruendo, parecía dormir plácidamente. Sin embargo, a su lado, una silla levitaba, al menos medio metro sobre el suelo. Pero no sólo eso. Las puertas de los armarios se abrían solas. Algún que otro juguete se entretenía volando por la habitación, Grosse, por su parte, hizo notar una extraña sensación en la habitación; una brisa de aire frío parecía recorrerla.

Pronto el investigador comprobó que el foco de la supuesta actividad paranormal estaba en Janet. Más que nada porque Janet comenzó a proferir gritos, a hablar con voz masculina… una voz, por supuesto, que no era la suya. Entraba en trances cada vez más violentos. Utilizaba un lenguaje grosero, impropio en una niña de once años. “Me sentí utilizada por una fuerza incomprensible”, recordaba Janet en el documental de Channel 4. “No estoy segura de que el poltergeist fuera ‘el mal’. Simplemente parecía querer formar parte de nuestra familia”. Janet se golpeaba la cabeza contra las paredes, era lanzada como un vulgar objeto por aquella fuerza invisible, incluso aseguró que alguna vez la cortina de su habitación se enrolló en su cuello como si intentara ahorcarla… y esa voz desgarradora que aterrorizaba a cuantos prestaban atención. Pero, ¿a quién pertenecía esta voz? ¿Quién se apropiaba de Janet? Decía pertenecer a Bill Wilkins, un hombre fallecido, que había vivido en el inmueble durante décadas. Pero ninguno de los miembros de la familia tenía conocimiento de quién había sido tal caballero que, además, había muerto en la casa.

Las sacudidas de Janet cada día eran más vehementes, los sucesos más violentos. La afectada fue ingresada enun hospital psiquiátrico de Maudsley, en Londres. 

Le hicieron pruebas, pero los resultados no señalaron ningún desorden mental. Mientras, en las seis semanas que estuvo ingresada, los sucesos se detuvieron. A su vuelta, regresaron, si bien con menos violencia.

¿Un fraude?


El caso dio una vuelta semanas después. Varios investigadores aseguraron que se trataba de un fraude, fruto de la necesidad de atención de Janet. Ella habría provocado los fenómenos. Lo demostraron colocando una cámara oculta en su dormitorio. Y se veía cómo doblaba cucharas y trataba de hacer lo propio con una barra de hierro. Las acusaciones contra Janet no se hicieron esperar. Todo era un montaje… ¿Todo? ¿De dónde sacaba Janet la fuerza para mover aquel baúl? ¿Acaso también mentía la madre cuando aseguró verlo moverse solo? ¿Qué truco dominaba para hacer levitar las sillas? ¿Quién fue capaz de doblar la cinta con la grabación de la BBC? Si todo fue un engaño, fue capaz de enredar a vecinos, periodistas, investigadores… “Oh, sí, una o dos veces falsificamos los sucesos para ver si nos atrapaban… y lo hicieron siempre”, confesó años después una ya adulta Janet Harper. Pero aquello fue una travesura puntual… ¿Qué fue todo lo demás?

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