miércoles, 16 de agosto de 2017

Verdad y leyenda del conde Drácula

El conde Drácula es, sin duda alguna, el vampiro más popular entre todos los conocidos desconocidos de todos los tiempos, desde las épocas más remotas.

¿A qué debe su popularidad el conde Drácula? Sólo a un escritor, aficionado a los temas parapsicológicos, a la brujería y, naturalmente, al vampirismo. Este escritor se llamó Bram Stoker, y aunque escribió otros muchos libros y relatos cortos, algunos de ellos sobre el mismo tema y otros semejantes, ha pasado a la posterioridad por una sola de sus obras: Drácula.

Bram Stoker, para pergeñar su Drácula se sirvió de un personaje histórico, nacido en Transilvania, y cuyo castillo (¿el auténtico o no?) y los parajes donde al parecer discurrió la mayor parte de la existencia del tristemente célebre conde Drácula, son hoy día objeto de peregrinación por parte de los aficionados a estos temas.

Pero, ¿quién fue en realidad el conde Drácula? Para saberlo, recurramos a la Historia.

Según todas las versiones más o menos veraces, el conde Drácula, de nombre Vlad, era el descendiente de una noble familia de Transilvania, allá por el siglo XIII. Poseedor de un castillo, encaramado en lo alto de una montaña, como se construían los castillos en la Edad Media, todas las tierras que desde aquel alto mirador se atalayaban eran de su propiedad.

El conde, lo mismo que sus antecesores, era de índole cruel, al menos con sus vasallos, a los que trataba peor que a esclavos, a los que azotaba cuando era su gusto y su conveniencia por la más mínima falta… o por su capricho.

El conde era de elevada estatura, cetrino, de larga cabellera, rostro enjuto y, rasgo especial, tenía unos ojos vidriosos, sumamente relucientes, que en la oscuridad brillaban como los de un gato. Y este aspecto, como es natural, sirvió para aumentar el terror que inspiraba a cuantos le veían.

Por otra parte, el conde gustaba también de las jovencitas de la región, que de acuerdo con las leyes de la época y con sus propios reglamentos, la pertenecían en cuerpo y alma. Y así fue cómo en aquella zona empezaron a desaparecer doncellas, que jamás fueron vistas de nuevo. Sin embargo, los atemorizados padres de tales inocentes víctimas no se atrevían a protestar ni a iniciar indagatoria alguna, puesto que sabían que la venganza del conde habría sido terrible.

En realidad, lo fue en varias ocasiones cuando, por cuestiones nimias hizo empalar a unos servidores, cosa que hallándose de su agrado repitió varias veces.

¿Cómo, os preguntaréis, la justicia no intervino para impedir tales desmanes? ¿Por qué el conde Drácula pudo seguir entregado a sus crueldades y abominaciones?

La respuesta es muy sencilla:

Vlad, señor de Valaquia, conde Drácula, era un héroe nacional.

En efecto, combatió denodadamente en favor de la liberación de su patria, fue herido en varias ocasiones, y sus hazañas bélicas obtuvieron el beneplácito del rey, que le condecoró y tuvo siempre en gran estima.

Por esto, el feroz conde Drácula consiguió librarse de las garras de la justicia, aunque vivió siempre odiado por sus servidores. La desaparición de las jóvenes, los empalamientos y, sobre todo, el aspecto de Drácula, ayudaron a crear una leyenda que ha llegado hasta nuestros días.

Hasta aquí la historia. A continuación se forjó la leyenda del conde Drácula, en la que se inspiró Bram Stoker para su famosa novela, en la que indudablemente grabó de manera indeleble todas las supersticiones y tradiciones que rodean a los presuntos vampiros.

En efecto, los vampiros no-muertos:
  • Sólo pueden abandonar sus tumbas a la luz de la luna, debiendo regresar a las mismas antes de la salida del sol.
  • No pueden penetrar en una casa si no son invitados “voluntariamente” a ello.
  • Sólo pueden “dormir” en los ataúdes que contengan tierra de su patria natal.
Por otra parte, para ahuyentar a los maléficos vampiros, es preciso proveerse de un crucifijo; de varias ramitas de muérdago (hay que tener en cuenta que esta planta desempeñó un gran papel en la brujería) y, a ser posible, una ristra de cabezas de ajo; también sirven para este fin los rosarios, los escapularios y hasta las imágenes sagradas de Dios y la Virgen.

¿Cómo hay que matar a un vampiro? Cortándole la cabeza y clavándole una estaca en el corazón. Solo así y al instante, el vampiro se desintegra, convirtiéndose en cenizas.

Cuando un vampiro ataca a un ser humano hincándole los colmillos en la garganta, precisamente en la yugular, el mordido se convertirá a su vez en vampiro, languidecerá y morirá pronto… sediento de sangre, por lo que también por las noches saldrá de su tumba y atacará a los demás mortales, con especial predilección por los miembros vivos de su familia.

¿Cómo se han ido forjando estas supersticiones? Como todas las demás… al correr de los tiempos. ¿Se apoyan en algún fundamento real? Esto es lo que seguramente jamás sabremos.

Y a continuación transcribiré unos breves fragmentos de la novela imaginada por Bram Stoker, que elevó la categoría de los simples vampiros a la de “no-muertos”, o Nosferatus, seres que, después de sufrir una muerte ficticia, resucitan todas las noches de sus tumbas para alimentarse con la sangre de otros seres humanos, a los que a su vez convierten en presuntos vampiros.

Ya se observó que Bram Stoker introdujo en su novela el elemento sexual en relación con la succión de sangre, lo que hasta cierto punto constituye una novedad en el vampirismo de leyenda, no así en el humano, puesto que, como hemos visto, en casi todos los casos de vampirismo y necrofilia, la sexualidad es el motor que impulsa tan reprobables acciones.

Sin embargo, casi puede asegurarse que uno de los factores que más contribuyeron al éxito literario de Drácula fue precisamente esa sexualidad soterrada que fluye a lo largo de todo el relato.

El fragmento que sigue forma parte del Diario del doctor Seward, uno de los protagonistas de la novela (que como es sabido es narrada mediante la intercalación de fragmentos de los Diarios llevados por diversos personajes que intervienen en la trama, o bien por sus cartas).


«3 de octubre —El tiempo nos pareció extremadamente largo mientras esperábamos a Arthur y a Quincey Morris. El profesor trataba de mantenernos distraídos, utilizando nuestras mentes sin descanso. Comprendí perfectamente cuál era el benéfico objetivo que perseguía con ello por las miradas que lanzaba de vez en cuando a Harker. El pobre hombre está abrumado por una tristeza que da dolor. Anoche era un hombre franco, de aspecto alegre, de rostro joven y fuerte, lleno de energía y con el cabello de color castaño oscuro. Hoy, parece un anciano macilento y enjuto, cuyo cabello blanco se adapta muy bien a sus ojos brillantes y profundamente hundidos en sus cuencas y con sus rasgos faciales marcados por el dolor. Su energía permanece todavía intacta, en realidad, es como una llama viva. Eso puede ser todavía su salvación, puesto que, si todo sale bien, le hará remontar el período de desesperación; entonces, en cierto modo, volverá a despertar a las realidades de la vida. ¡Pobre tipo! Pensaba que mi propia desesperación y mis problemas eran suficientemente graves; pero ¡esto…! El profesor lo comprende perfectamente y está haciendo todo lo que está en su mano por mantenerlo activo. Lo que estaba diciendo era, bajo las circunstancias, de un interés extraordinario. Estas fueron más o menos sus palabras:

—He estado estudiando, de manera sistemática y repetida, desde que llegaron a mis manos, todos los documentos relativos a ese monstruo, y cuanto más lo he examinado tanto mayor me parece la necesidad de borrarlo de la faz de la tierra. En todos los papeles hay señales de su progreso; no solamente de su poder, sino también de su conocimiento de ello. Como supe, por las investigaciones de mi amigo Arminius de Budapest, era, en vida, un hombre extraordinario. Soldado, estadista y alquimista…, cuyos conocimientos se encontraban entre los más desarrollados de su época. Poseía una mente poderosa, conocimientos incomparables y un corazón que no conocía el temor ni el remordimiento. Se permitió incluso asistir a la Escolomancia, y no hubo ninguna rama del saber de su tiempo que no hubiera ensayado. Bueno, en él, los poderes mentales sobrevivieron a la muerte física, aunque parece que la memoria no es absolutamente completa. Respecto a algunas facultades mentales ha sido y es como un niño, pero está creciendo y ciertas cosas que eran infantiles al principio, son ahora de estatura de hombre. Está experimentando y lo está haciendo muy bien, y a no ser porque nos hemos cruzado en su camino, podría ser todavía, o lo será si fracasamos, el padre o el continuador de seres de un nuevo orden, cuyos caminos conducen a través de la muerte, no de la vida.

Harker gruñó, y dijo:

—¡Y todo eso va dirigido contra mi adorada esposa! Pero ¿cómo está experimentando? ¡El conocimiento de eso puede ayudarnos a destruirlo!

—Desde su llegada ha estado ensayando sus poderes sin cesar, lenta y seguramente; su gran cerebro infantil está trabajando, puesto que si se hubiera podido permitir ensayar ciertas cosas desde un principio, hace ya mucho tiempo que estarían dentro de sus poderes. Sin embargo, desea triunfar, y un hombre que tiene ante sí puede ser muy bien su lema.

—No lo comprendo —dijo Harker cansadamente—. Sea más explícito, por favor. Es posible que el sufrimiento y las preocupaciones estén oscureciendo mi entendimiento. El profesor le puso una mano en el hombro y le dijo:

—Muy bien, amigo mío, voy a ser más explícito. ¿No ve usted cómo, últimamente, ese monstruo ha adquirido conocimientos de manera experimental? Ha estado utilizando al paciente zoófago para lograr entrar en la casa del amigo John. El vampiro, aunque después puede entrar tantas veces como lo desee, al principio solamente puede entrar en un edificio si alguno de los habitantes así se lo pide. Pero esos no son sus experimentos más importantes. ¿No vimos que al principio todas esas pesadas cajas de tierra fueron desplazadas por otros? No sabía entonces a qué atenerse, pero, a continuación, todo cambió. Durante todo este tiempo su cerebro infantil se ha estado desarrollando, y comenzó a pensar en si no podría mover las cajas él mismo. Por consiguiente, más tarde, cuando descubrió que no le era difícil hacerlo, trató de desplazarlas solo, sin ayuda de nadie. Así progresó y logró distribuir sus tumbas, de tal modo que sólo él conoce ahora el lugar en dónde se encuentran. Es posible que haya pensado en enterrar las cajas profundamente en el suelo de tal manera que solamente las utilice durante la noche o en los momentos en que puede cambiar de forma; le resulta igualmente conveniente, ¡y nadie puede saber dónde se encuentran sus escondrijos! ¡Pero no se desesperen, amigos míos, adquirió ese conocimiento demasiado tarde! Todos los escondrijos, excepto uno, deben haber sido esterilizados ya, y antes de la puesta del sol lo estarán todos. Entonces, no le quedará ningún lugar donde poder esconderse. Me retrasé esta mañana para estar seguro de ello. ¿No ponemos en juego nosotros algo mucho más preciado que él? Entonces, ¿por qué no somos más cuidadosos que él? En mi reloj veo que es ya la una y, si todo marcha bien, nuestros amigos Arthur y Quincey deben estar ya en camino para reunirse con nosotros. Hoy es nuestro día y debemos avanzar con seguridad, aunque lentamente y aprovechando todas las oportunidades que se nos presenten. ¡Vean! Seremos cinco cuando regresen nuestros dos amigos ausentes.

Mientras hablábamos, nos sorprendimos mucho al escuchar una llamada en la puerta principal de la casona: la doble llamada del repartidor de mensajes telegráficos. Todos salimos al vestíbulo al mismo tiempo, y van Helsing, levantando la mano hacia nosotros para que guardáramos silencio, se dirigió hacia la puerta y la abrió. Un joven le tendió un telegrama. El profesor volvió a cerrar la puerta y, después de examinar la dirección, lo abrió y leyó en voz alta: “Cuidado con D. Acaba de salir apresuradamente de Carfax en este momento, a las doce cuarenta y cinco, y se ha dirigido rápidamente hacia el sur. Parece que está haciendo una ronda y es posible que desee verlos a ustedes. Mina”.

Se produjo una pausa, que fue rota por la voz de Jonathan Harker.

—¡Ahora, gracias a Dios, pronto vamos a encontrarnos! Van Helsing se volvió rápidamente hacia él, y le dijo:

—Dios actuará a su modo y en el momento que lo estime conveniente. No tema ni se alegre todavía, puesto que lo que deseamos en este momento puede significar nuestra destrucción.

—Ahora no me preocupa nada —dijo calurosamente—, excepto el borrar a esa bestia de la faz de la tierra. ¡Sería capaz de vender mi alma por lograrlo!

—¡No diga usted eso, amigo mío! —dijo van Helsing—. Dios en su sabiduría no compra almas, y el diablo, aunque puede comprarlas, no cumple su palabra. Pero Dios es misericordioso y justo, y conoce su dolor y su devoción hacia la maravillosa señora Mina, su esposa. No temamos ninguno de nosotros; todos estamos dedicados a esta causa, y el día de hoy verá su feliz término. Llega el momento de entrar en acción; hoy, ese vampiro se encuentra limitado con los poderes humanos y, hasta la puesta del sol, no puede cambiar. Tardará cierto tiempo en llegar… Es la una y veinte…, y deberá pasar un buen rato antes de que llegue. Lo que debemos esperar ahora es que lord Arthur y Quincey lleguen antes que él.

Aproximadamente media hora después de que recibiéramos el telegrama de la señora Harker, oímos un golpe fuerte y resuelto en la puerta principal, similar al que darían cientos de caballeros en cualquier puerta. Nos miramos y nos dirigimos hacia el vestíbulo; todos estábamos preparados para usar todas las armas de que disponíamos…, las espirituales en la mano izquierda y las materiales en la derecha. Van Helsing retiró el pestillo y, manteniendo la puerta entornada, dio un paso hacia atrás, con las dos manos dispuestas para entrar en acción. La alegría de nuestros corazones debió reflejarse claramente en nuestros rostros cuando vimos cerca de la puerta a lord Arthur y a Quincey Morris. Entraron rápidamente y cerraron la puerta tras ellos, y el último de ellos dijo, al tiempo que avanzábamos todos por el vestíbulo:

—Todo está arreglado. Hemos encontrado las dos casas. ¡Había seis cajas en cada una de ellas, y las hemos destruido todas!

—¿Las han destruido? —inquirió el profesor.

—¡Para él! Guardamos silencio unos momentos y, luego, Quincey dijo:

—No nos queda más que esperar aquí. Sin embargo, si no llega antes de las cinco de la tarde, tendremos que irnos, puesto que no podemos dejar sola a la señora Harker después de la puesta del sol.

—Ya no tardará mucho en llegar aquí —dijo van Helsing, que había estado consultando su librito de notas—.

En el telegrama de la señora Harker decía que había salido de Carfax hacia el sur, lo cual quiere decir que tenía que cruzar el río y solamente podría hacerlo con la marea baja, o sea, poco antes de la una. El hecho de que se haya dirigido hacia el sur tiene cierto significado para nosotros. Todavía sospecha solamente, y fue de Carfax al lugar en donde menos puede sospechar que pueda encontrar algún obstáculo. Deben haber estado ustedes en Bermondsey muy poco rato antes que él. El hecho de que no haya llegado aquí todavía demuestra que fue antes a Mile End. En eso se tardará algún tiempo, puesto que tendrá que volver a cruzar el río de algún modo. Créanme, amigos míos, que ahora ya no tendremos que esperar mucho rato. Tenemos que tener preparado algún plan de ataque, para que no desaprovechemos ninguna oportunidad. Ya no tenemos tiempo. ¡Tengan todos preparados las armas! ¡Manténganse alerta!

Levantó una mano, a manera de advertencia, al tiempo que hablaba, ya que todos pudimos oír claramente que una llave se introducía suavemente en la cerradura.

No pude menos que admirar, incluso en aquel momento, el modo como un espíritu dominante se afirma a sí mismo. En todas nuestras partidas de caza y aventuras de diversa índole, en varias partes del mundo, Quincey Morris había sido siempre el que disponía los planes de acción y Arthur y yo nos acostumbramos a obedecerle de manera implícita. Ahora, la vieja costumbre parecía renovarse instintivamente. Dando una ojeada rápida a la habitación, estableció inmediatamente nuestro plan de acción y, sin pronunciar ni una sola palabra, con el gesto, nos colocó a todos en nuestros respectivos puestos. Van Helsing, Harker y yo estábamos situados inmediatamente detrás de la puerta, de tal manera que, en cuanto se abriera, el profesor pudiera guardarla, mientras Harker y yo nos colocaríamos entre el recién llegado y la puerta. Arthur detrás y Quincey enfrente, estaban dispuestos a dirigirse a las ventanas, escondidos por el momento donde no podían ser vistos. Esperamos con una impaciencia tal que hizo que los segundos pasaran con una lentitud de verdadera pesadilla. Los pasos lentos y cautelosos atravesaron el vestíbulo… El conde, evidentemente, estaba preparado para una sorpresa o, al menos, la temía.

Repentinamente, con un salto enorme, penetró en la habitación, pasando entre nosotros antes de que ninguno pudiera siquiera levantar una mano para tratar de detenerlo. Había algo tan felino en el movimiento, algo tan inhumano, que pareció despertarnos a todos del choque que nos había producido su llegada.

El primero en entrar en acción fue Harker, que, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta que conducía a la habitación del frente de la casa. Cuando el conde nos vio, una especie de siniestro gesto burlón apareció en su rostro, descubriendo sus largos y puntiagudos colmillos; pero su maligna sonrisa se desvaneció rápidamente, siendo reemplazada por una expresión fría de profundo desdén. Su expresión volvió a cambiar cuando, todos juntos, avanzamos hacia él.

Era una lástima que no hubiéramos tenido tiempo de preparar algún buen plan de ataque, puesto que en ese mismo momento me pregunté qué era lo que íbamos a hacer. No estaba convencido en absoluto de si nuestras armas letales nos protegerían. Evidentemente, Harker estaba dispuesto a ensayar, puesto que y le lanzó al conde un tajo terrible. El golpe era poderoso; solamente la velocidad diabólica de desplazamiento del conde le permitió salir con bien. Un segundo más y la hoja cortante le hubiera atravesado el corazón. En realidad, la punta sólo cortó el tejido de su chaqueta, abriendo un enorme agujero por el que salieron un montón de billetes de banco y un chorro de monedas de oro.

La expresión del rostro del conde era tan infernal que durante un momento temí por Harker, aunque él estaba ya dispuesto a descargar otra cuchillada. Instintivamente, avancé, con un impulso protector, manteniendo el crucifijo y la Sagrada Hostia en la mano izquierda. Sentí que un gran poder corría por mi brazo y no me sorprendí al ver al monstruo que retrocedía ante el movimiento similar que habían hecho todos y cada uno de mis amigos. Sería imposible describir la expresión de odio y terrible malignidad, de ira y rabia infernales, que apareció en el rostro del conde.

Su piel cerúlea se hizo verde amarillenta, por contraste con sus ojos rojos y ardientes, y la roja cicatriz que tenía en la frente resaltaba fuertemente, como una herida abierta y palpitante. Un instante después, con un movimiento sinuoso, pasó bajo el brazo armado de Harker, antes de que pudiera éste descargar su golpe, recogió un puñado del dinero que estaba en el suelo, atravesó la habitación y se lanzó contra una de las ventanas. Entre el tintineo de los cristales rotos, cayó al patio, bajo la ventana. En medio del ruido de los cristales rotos, alcancé a oír el ruido que hacían varios soberanos al caer al suelo, sobre el asfalto. Nos precipitamos hacia la ventana y lo vimos levantarse indemne del suelo. Ascendió los escalones a toda velocidad, cruzó el patio y abrió la puerta de las caballerizas. Una vez allí, se volvió y nos habló:

—Creen ustedes poder confundirme… con sus rostros pálidos, como las ovejas en el matadero. ¡Ahora van a sentirlo, todos ustedes! Creen haberme dejado sin un lugar en el que poder reposar, pero tengo otros. ¡Mi venganza va a comenzar ahora! Ando por la tierra desde hace siglos y el tiempo me favorece. Las mujeres que todos ustedes aman son mías ya, y por medio de ellas, ustedes y muchos otros me pertenecerán también… Serán mis criaturas, para hacer lo que yo les ordene y para ser mis chacales cuando desee alimentarme.

¡Bah! Con una carcajada llena de desprecio, pasó rápidamente por la puerta y oímos que el oxidado cerrojo era corrido, cuando cerró la puerta tras él. Una puerta, más allá, se abrió y se cerró nuevamente. El primero de nosotros que habló fue el profesor, cuando, comprendiendo lo difícil que sería perseguirlo por las caballerizas, nos dirigimos hacia el vestíbulo.

—Hemos aprendido algo… ¡Mucho! A pesar de sus fanfarronadas, nos teme; teme al tiempo y teme a las necesidades. De no ser así, ¿por qué iba a apresurarse tanto? El tono mismo de sus palabras lo traicionó, o mis oídos me engañaron. ¿Por qué tomó ese dinero? ¡Van a comprenderme rápidamente! Son ustedes cazadores de una bestia salvaje y lo comprenden. En mi opinión, tenemos que asegurarnos de que no pueda utilizar aquí nada, si es que regresa.

Al hablar, se metió en el bolsillo el resto del dinero; tomó los títulos de propiedad del montoncito en que los había dejado Harker y arrojó todo el resto a la chimenea, prendiéndole fuego con un fósforo.

Arthur y Morris habían salido al patio y Harker se había descolgado por la ventana para seguir al conde. Sin embargo, Drácula había cerrado bien la puerta de las caballerizas, y para cuando pudieron abrirla, ya no encontraron rastro del vampiro.

Van Helsing y yo tratamos de investigar un poco en la parte posterior de la casa, pero las caballerizas estaban desiertas y nadie lo había visto salir. La tarde estaba ya bastante avanzada y no faltaba ya mucho para la puesta del sol. Tuvimos que reconocer que el trabajo había concluido y, con tristeza, estuvimos de acuerdo con el profesor, cuando dijo:

—Regresemos con la señora Mina… Con la pobre señora Harker. Ya hemos hecho todo lo que podíamos por el momento y, al menos, vamos a poder protegerla. Pero es preciso que no desesperemos. No le queda al vampiro más que una caja de tierra y vamos a tratar de encontrarla; cuando lo logremos, todo irá bien.

Comprendí que estaba hablando tan valerosamente como podía para consolar a Harker. El pobre hombre estaba completamente abatido y, de vez en cuando, gemía, sin poder evitarlo… Estaba pensando en su esposa.

Llenos de tristeza, regresamos a mi casa, donde hallamos a la señora Harker esperándonos, con una apariencia de buen humor que honraba su valor y su espíritu de colaboración. Cuando vio nuestros rostros, el suyo propio se puso tan pálido como el de un cadáver; durante uno o dos segundos permaneció con los ojos cerrados, como si estuviera orando en secreto y, después, dijo amablemente:

—Nunca podré agradecerles bastante lo que han hecho. ¡Oh, mi pobre esposo! —mientras hablaba, tomó entre sus manos la cabeza grisácea de su esposo y la besó—. Apoya tu pobre cabeza aquí y descansa. ¡Todo estará bien ahora, querido! Dios nos protegerá, si así lo desea.

El pobre hombre gruñó. No había lugar para las palabras en medio de su sublime tristeza.

Cenamos juntos sin apetito, y creo que eso nos dio ciertos ánimos a todos. Era quizá el simple calor animal que infunde el alimento a las personas hambrientas, ya que ninguno de nosotros había comido nada desde la hora del desayuno, o es probable que sentir la camaradería que reinaba entre nosotros nos consolara un poco, pero, sea como fuere, el caso es que nos sentimos después menos tristes y pudimos pensar en lo porvenir con cierta esperanza.

Cumpliendo nuestra promesa, le relatamos a la señora Harker todo lo que había sucedido, y aunque se puso intensamente pálida a veces, cuando su esposo estuvo en peligro, y se sonrojó otras veces, cuando se puso de manifiesto la devoción que sentía por ella, escuchó todo el relato valerosamente y conservando la calma. Cuando llegamos al momento en que Harker se había lanzado sobre el conde, con tanta decisión, se asió con fuerza del brazo de su marido y permaneció así, como si sujetándole el brazo pudiera protegerlo contra cualquier peligro que hubiera podido correr. Sin embargo, no dijo nada hasta que la narración estuvo terminada y cuando ya estaba al corriente de todo lo ocurrido hasta aquel preciso momento, entonces, sin soltar la mano de su esposo, se puso en pie y nos habló. No tengo palabras para dar una idea de la escena. Aquella mujer extraordinaria, dulce y buena, con toda la radiante belleza de su juventud y su animación, con la cicatriz rojiza en su frente, de la que estaba consciente y que nosotros veíamos apretando los dientes… al recordar dónde, cuándo y cómo había ocurrido todo; su adorable amabilidad que se levantaba contra nuestro odio siniestro; su fe tierna contra todos nuestros temores y dudas. Y sabíamos que, hasta donde llegaban los símbolos, con toda su bondad, su pureza y su fe, estaba separada de Dios.

—Jonathan —dijo, y la palabra pareció ser música, por el gran amor y la ternura que puso en ella—, mi querido Jonathan y todos ustedes, mis maravillosos amigos, quiero que tengan en cuenta algo durante todo este tiempo terrible. Sé que tienen que luchar…, que deben destruir incluso, como destruyeron a la falsa Lucy, para que la verdadera pudiera vivir después; pero no es una obra del odio. Esa pobre alma que nos ha causado tanto daño, es el caso más triste de todos. Imaginen ustedes cuál será su alegría cuando él también sea destruido en su peor parte, para que la mejor pueda gozar de la inmortalidad espiritual. Deben tener también piedad de él, aun cuando esa piedad no debe impedir que sus manos lleven a cabo su destrucción.

Mientras hablaba, pude ver que el rostro de su marido se obscurecía y se ponía tenso, como si la pasión que lo consumía estuviera destruyendo todo su ser. Instintivamente, su esposa le apretó todavía más la mano, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Ella no parpadeó siquiera a causa del dolor que, estoy seguro, debía estar sufriendo, sino que lo miró con ojos más suplicantes que nunca. Cuando ella dejó de hablar, su esposo se puso en pie bruscamente, arrancando casi su mano de la de ella, y dijo:

—¡Qué Dios me lo ponga en las manos durante el tiempo suficiente para destrozar su vida terrenal, que es lo que estamos tratando de hacer! ¡Si además de eso puedo enviar su alma al infierno ardiente por toda la eternidad, lo haré gustoso!

—¡Oh, basta, basta! ¡En el nombre de Dios, no digas tales cosas!, Jonathan, esposo mío, o harás que me desplome, víctima del miedo y del horror. Piensa sólo, querido…; yo he estado pensando en ello durante todo este largo día…, que quizá… algún día… yo también puedo necesitar esa piedad, y que alguien como tú, con las mismas causas para odiarme, puede negármela. ¡Oh, esposo mío! ¡Mi querido Jonathan! Hubiera querido evitarte ese pensamiento si hubiera habido otro modo, pero suplico a Dios que no tome en cuenta tus palabras y que las considere como el lamento de un hombre que ama y que tiene el corazón destrozado. ¡Oh, Dios mío! ¡Deja que sus pobres cabellos blancos sean una prueba de todo lo que ha sufrido, él que en toda su vida no ha hecho daño a nadie, y sobre el que se han acumulado tantas tristezas! Todos los hombres presentes teníamos ya los ojos llenos de lágrimas. No pudimos resistir, y lloramos abiertamente. Ella también lloró al ver que sus dulces consejos habían prevalecido. Su esposo se arrodilló a su lado y, rodeándola con sus brazos, escondió el rostro en los vuelos de su vestido.

Van Helsing nos hizo una seña y salimos todos de la habitación, dejando a aquellos dos corazones amantes a solas con su Dios.

Antes de que se retiraran a sus habitaciones, el profesor preparó la habitación para protegerla de cualquier incursión del vampiro, y le aseguró a la señora Harker que podía descansar en paz. Ella trató de convencerse de ello y, para calmar a su esposo, aparentó estar contenta. Era una lucha valerosa y quiero creer que no careció de recompensa. Van Helsing había colocado cerca de ellos una campana que cualquiera de ellos debía hacer sonar en caso de que se produjera cualquier eventualidad.

Cuando se retiraron, Quincey, Arthur y yo acordamos que debíamos permanecer en vela, repartiéndonos la noche entre los tres, para vigilar a la pobre dama y custodiar su seguridad. La primera guardia le correspondió a Quincey, de modo que el resto de nosotros debía acostarse tan pronto como fuera posible. Arthur se ha acostado ya, debido a que él tiene el segundo turno de guardia. Ahora que he terminado mi trabajo, yo también tengo que acostarme.»
A continuación otro fragmento de la misma obra, aquel en que matan al conde sus perseguidores, aunque Bram Stoker tuvo buen cuidado de no dar al conde por totalmente fallecido... tal vez en previsión de una segunda parte que jamás llegó a escribir. En este fragmento pueden apreciarse diversas supersticiones relacionadas con los no-muertos o vampiros legendarios.

Este fragmento forma parte del Diario de Mina Harker, la protagonista de la novela, amenazada constantemente por la lujuria desenfrenada y la ardiente sed de sangre del nefasto conde.

«6 de noviembre.—Estaba ya bastante avanzada la tarde cuando el profesor y yo nos pusimos en marcha hacia el este, por donde sabía yo que se estaba acercando Jonathan. No avanzamos rápidamente, debido a que el terreno era muy en pendiente y teníamos que llevar con nosotros pesadas pieles y abrigos, porque no deseábamos correr el riesgo de permanecer sin ropas calientes en medio del frío y de la nieve.

Además, tuvimos que llevarnos parte de nuestras provisiones, ya que estábamos en una comarca absolutamente desolada y, en toda la extensión que abarcaba nuestra mirada, sobre la nieve, no se veía ningún lugar habitado. Cuando hubimos recorrido aproximadamente kilómetro y medio, me sentí cansada por la pesada caminata, y me senté un momento a descansar. Entonces, miramos atrás y vimos el lugar en que el altivo castillo de Drácula destacaba contra el cielo, debido a que estábamos en un lugar tan bajo con respecto a la colina sobre la que se levantaba, que los Cárpatos se encontraban muy lejos detrás de él. Lo vimos en toda su grandeza, casi pendiente sobre un precipicio enorme, y parecía que había una gran separación entre la cima y las otras montañas que lo rodeaban por todos lados. Alcanzábamos a oír el aullido distante de los lobos. Estaban muy lejos, pero el sonido, aunque amortiguado por la nieve, era horripilante. Comprendí por el modo en que el profesor van Helsing estaba mirando a nuestro alrededor, que estaba buscando un punto estratégico en donde estaríamos menos expuestos en caso de ataque. El camino real continuaba hacia abajo y podíamos verlo a pesar de la nieve que lo cubría.

Al cabo de un momento, el profesor me hizo señas y, levantándome, me dirigí hacia él. Había encontrado un lugar magnífico; una especie de hueco natural en una roca, con una entrada semejante a una puerta, entre dos peñascos. Me tomó de la mano y me hizo entrar.

—¡Vea! —me dijo—. Aquí estará usted a salvo, y si los lobos se acercan, podrá recibirlos uno por uno.

Llevó al interior todas nuestras pieles y me preparó un lecho cómodo; luego, sacó algunas provisiones y me obligó a consumirlas. Pero no podía comer, e incluso el tratar de hacerlo me resultaba repulsivo; aunque me hubiera gustado mucho poder complacerlo, no pude hacerlo. Pareció muy entristecido. Sin embargo, no me hizo ningún reproche. Sacó de su estuche sus anteojos y permaneció en la parte más alta de la roca, examinando cuidadosamente el horizonte. Repentinamente, gritó:

—¡Mire, señora Mina! ¡Mire! ¡Mire!

Me puse en pie de un salto y ascendí a la roca, deteniéndome a su lado; me tendió los anteojos y señaló con el dedo. La nieve caía con mayor fuerza y giraba en torno nuestro con furia, debido a que se había desatado un viento muy fuerte. Sin embargo, había veces en que la ventisca se calmaba un poco y lograba ver una gran extensión de terreno. Desde la altura en que nos encontrábamos, era posible ver a gran distancia y, a lo lejos, más allá de la blanca capa de nieve, el río que avanzaba formando meandros, como una cinta negra, justamente frente a nosotros y no muy lejos…, en realidad tan cerca, que me sorprendió que no los hubiéramos visto antes, avanzaba un grupo de hombres montados a caballo, que se apresuraban todo lo que podían.

En medio de ellos llevaban una carreta, un vehículo largo que se bamboleaba de un lado a otro, como la cola de un perro, cuando pasaba sobre alguna desigualdad del terreno.

En contraste con la nieve, tal y como aparecían, comprendí por sus ropas que debía tratarse de campesinos o de gitanos. Sobre la carreta había una gran caja cuadrada, y sentí que mi corazón comenzaba a latir fuertemente debido a que presentía que el fin estaba cercano. La noche se iba acercando ya, y sabía perfectamente que, a la puesta del sol, la cosa que estaba encerrada en aquella caja podría salir y, tomando alguna de las formas que estaban en su poder, eludir la persecución. Aterrorizada, me volví hacia el profesor y vi consternada que ya no estaba a mi lado. Un instante después lo vi debajo de mí. Alrededor de la roca había trazado un círculo, semejante al que había servido la noche anterior para protegernos. Cuando lo terminó, se puso otra vez a mi lado, diciendo:

—Al menos, aquí no tenemos nada que temer de él.

Me tomó los anteojos de las manos, y al siguiente momento de calma recorrió con la mirada todo el terreno que se extendía a nuestros pies.

—Vea —dijo—: se acercan rápidamente, espoleando los caballos y avanzando tan velozmente como el camino se lo permite —hizo una pausa y, un instante después, continuó, con voz hueca—: Se están apresurando a causa de que está cerca la puesta del sol. Es posible que lleguemos demasiado tarde. ¡Que se haga la voluntad del Señor!

Volvió a caer otra vez la nieve con fuerza, y todo el paisaje desapareció. Sin embargo, pronto se calmó y, una vez más, el profesor escudriñó la llanura con ayuda de sus anteojos. Luego, gritó repentinamente:

—¡Mire! ¡Mire! ¡Mire! Vea: dos jinetes los siguen rápidamente, procedentes del sur. Deben ser Quincey y John. Tome los anteojos. ¡Mire antes de que la nieve nos impida ver otra vez! Tomé los anteojos y miré.

Los dos hombres podían ser el señor Morris y el doctor Seward. En todo caso, estuve que Jonathan no se encontraba lejos; mirando en torno mío, vi al norte del grupo que se acercaban otros dos hombres, que galopaban a toda la velocidad que podían desarrollar sus monturas. Comprendí que uno de ellos era Jonathan y, por supuesto, supuse que el otro debía ser Arthur. Ellos también estaban persiguiendo al grupo de la carreta. Cuando se lo dije al profesor, saltó de alegría, como un escolar y, después de mirar atentamente, hasta que otra ventisca de nieve hizo que toda visión fuera imposible, preparó su Winchester, colocándolo sobre uno de los peñascos, preparado para disparar.

—Están convergiendo todos —dijo—. Cuando llegue el momento, tendremos gitanos por todos lados.

Saqué mi revólver y lo mantuve a punto de disparar, ya que, mientras hablábamos, el aullido de los lobos sonó mucho más cerca. Cuando la tormenta de nieve se calmó un poco, volvimos a mirar. Era extraño ver la nieve que caía con tanta fuerza en el lugar en que nosotros nos encontrábamos y, un poco más allá, ver brillar el sol, cada vez con mayor intensidad, acercándose cada vez más a la línea de montañas. Al mirar en torno nuestro, pude ver manchas que se desplazaban sobre la nieve, solas, en parejas o en tríos y en grandes números… Los lobos se estaban reuniendo para atacar a sus presas.

Cada instante que pasaba parecía una eternidad, mientras esperábamos. El viento se hizo de pronto más fuerte y la nieve caía con furia, girando sobre nosotros sin descanso. A veces no llegábamos a ver ni siquiera a la distancia de nuestros brazos extendidos; pero en otros momentos, el aire se aclaraba y nuestra mirada abarcaba todo el paisaje.

Durante los últimos tiempos nos habíamos acostumbrado tanto a esperar la salida y la puesta del sol, que sabíamos exactamente cuándo iba a producirse. No faltaba mucho para el ocaso. Era difícil creer que, de acuerdo con nuestros relojes, hacía menos de una hora que estábamos sobre aquella roca, esperando, mientras los tres grupos de jinetes convergían sobre nosotros. El viento se fue haciendo cada vez más fuerte y soplaba de manera más regular desde el norte. Parecía que las nubes cargadas de nieve se habían alejado de nosotros, porque había cesado, salvo copos ocasionales. Resultaba bastante extraño que los perseguidos no se percataran de que eran perseguidos, o que no se preocuparan en absoluto de ello. Sin embargo, parecían apresurarse cada vez más, mientras el sol descendía sobre las cumbres de las montañas. Se iban acercando…

El profesor y yo nos agazapamos detrás de una roca y mantuvimos nuestras armas preparadas para disparar. Comprendí que estaba firmemente determinado a no dejar que pasaran. Ninguno de ellos se había dado cuenta de nuestra presencia. Repentinamente, dos voces gritaron con fuerza:

—¡Alto! Una de ellas era la de mi Jonathan, que se elevaba en tono de pasión; la otra era la voz resuelta y de mando del señor Morris.

Era posible que los gitanos no comprendieran la lengua, pero el tono en que fue pronunciada esa palabra no dejaba lugar a dudas, sin que importara en absoluto en qué lengua había sido dicha. Instintivamente, tiraron de las riendas y, de pronto, lord Arthur y Jonathan se precipitaron hacia uno de los lados y el señor Morris y el doctor Seward por el otro. El líder de los gitanos, un tipo de aspecto impresionante que montaba a caballo como un centauro, les hizo un gesto, ordenándoles retroceder y, con voz furiosa, les dio a sus compañeros orden de entrar en acción. Espolearon a los caballos que se lanzaron hacia adelante, pero los cuatro jinetes levantaron sus rifles Winchester y, de una manera inequívoca, les dieron la orden de detenerse.

En ese mismo instante, el doctor van Helsing y yo nos pusimos en pie detrás de las rocas y apuntamos a los gitanos con nuestras armas. Viendo que estaban rodeados, los hombres tiraron de las riendas y se detuvieron. El líder se volvió hacia ellos, les dio una orden y, al oírla, todos los gitanos echaron mano a las armas de que disponían, cuchillos o pistolas, y se dispusieron a atacar. El resultado no se hizo esperar.

El líder, con un rápido movimiento de sus riendas, lanzó su caballo hacia el frente, dirigiéndose primeramente hacia el sol, que estaba ya muy cerca de las cimas de las montañas y, luego, hacia el castillo, diciendo algo que no pude comprender. Como respuesta, los cuatro hombres de nuestro grupo desmontaron de sus caballos y se lanzaron rápidamente hacia la carreta. Debía haberme sentido terriblemente aterrorizada al ver a Jonathan en un peligro tan grande, pero el ardor de la batalla se había apoderado de mí, lo mismo que de todos los demás; no tenía miedo, sino un deseo salvaje y apremiante de hacer algo. Viendo el rápido movimiento de nuestros amigos, el líder de los gitanos dio una orden y sus hombres se formaron instantáneamente en torno a la carreta, en una formación un tanto indisciplinada, empujándose y estorbándose unos a otros, en su afán por ejecutar la orden con rapidez.

En medio de ellos, alcancé a ver a Jonathan que se abría paso por un lado hacia la carreta, mientras el señor Morris lo hacía por el otro. Era evidente que tenían prisa por llevar a cabo su tarea antes de que se pusiera el sol. Nada parecía poder detenerlos o impedirles el paso: ni las armas que les apuntaban, ni los cuchillos de los gitanos que estaban formados frente a ellos, ni siquiera los aullidos de los lobos a sus espaldas parecieron atraer su atención. La impetuosidad de Jonathan y la firmeza aparente de sus intenciones parecieron abrumar a los hombres que se encontraban frente a él, puesto que, instintivamente, retrocedieron y lo dejaron pasar. Un instante después, subió a la carreta y, con una fuerza que parecía increíble, levantó la caja y la lanzó al suelo, sobre las ruedas. Mientras tanto, el señor Morris había tenido que usar la fuerza para atravesar el círculo de gitanos. Durante todo el tiempo en que había estado observando angustiada a Jonathan, vi con el rabillo del ojo a Quincey que avanzaba, luchando desesperadamente entre los cuchillos de los gitanos que brillaban al sol y se introducían en sus carnes. Se había defendido con su puñal y, finalmente, creí que había logrado pasar sin ser herido, pero cuando se plantó de un salto al lado de Jonathan, que se había bajado ya de la carreta, pude ver que con la mano izquierda se sostenía el costado y que la sangre brotaba entre sus dedos. Sin embargo, no se dejó acobardar por eso, puesto que Jonathan, con una energía desesperada, estaba atacando la madera de la caja, con su gran, para quitarle la tapa, y Quincey atacó frenéticamente el otro lado con su puñal. Bajo el esfuerzo de los dos hombres, la tapa comenzó a ceder y los clavos salieron con un chirrido seco. Finalmente, la tapa de la caja cayó a un lado y a merced de lord Arthur y del doctor Seward, habían cedido y ya no presentaban ninguna resistencia.

El sol estaba casi escondido ya entre las cimas de las montañas y las sombras de todo el grupo se proyectaban sobre la tierra. Vi al conde que estaba tendido en la caja, sobre la tierra, parte de la cual había sido derramada sobre él, a causa de la violencia con que la caja había caído de la carreta. Estaba profundamente pálido, como una imagen de cera, y sus ojos rojos brillaban con la mirada vengadora y horrible que tan bien conocía yo. Mientras yo lo observaba, los ojos vieron el sol que se hundía en el horizonte y su expresión de odio se convirtió en una de triunfo. Pero, en ese preciso instante, surcó el aire el terrible cuchillo de Jonathan. Grité al ver que cortaba la garganta del vampiro, mientras el puñal del señor Morris se clavaba en su corazón.

Fue como un milagro, pero ante nuestros propios ojos y casi en un abrir y cerrar de ojos, todo el cuerpo se convirtió en polvo, y desapareció.

Me alegraré durante toda mi vida de que, un momento antes de la disolución del cuerpo, se extendió sobre el rostro del vampiro una paz que nunca hubiera esperado que pudiera expresarse.»

Así termina, según Bram Stoker, el conde Drácula. Sin embargo, si antes hemos observado que el autor se reservó un as en la manga posiblemente para poder "resucitar" a su héroe (como se vio obligado a hacer Sir Arthur Conan Doyle con su famoso Sherlock Holmes), es porque según la mejor de las tradiciones, a los vampiros (no-muertos) sólo es posible matarlos atravesándoles el corazón con una estaca, no con un cuchillo.

De la fama de la Drácula son buen testimonio toda la literatura escrita sobre tal personaje, tanto sobre su realidad, como sobre su leyenda, así como las diversas películas, tanto serias como cómicas, que sobre el tema se han producido desde la primera y célebre versión realizada por el actor Bela Lugosi, quien años más tarde falleció en un manicomio, gritando destempladamente que él era el veradero conde Drácula, el auténtico vampiro creado por Bram Stoker.

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