domingo, 7 de mayo de 2017

Ted Bundy, un depredador exquisito

La historia de la humanidad está repleta de seres malvados, que dejan su humanidad de lado para cometer los más terribles actos. Son seres que se abstraen de las normas establecidas y que se consideran fuera de los normales circuitos sociales por donde nos comportamos los demás.

Uno podría llegar a imaginar que es sencillo identificarlos, que su rostro alberga una pista, un indicio de que no son personas normales y que es sencillo prevenirse de ellas.

Nada más lejos de la verdad.

En ocasiones un alma horrible se esconde en un físico totalmente anodino, y en ocasiones, lo hace tras una imagen respetada, amigable y atractiva.

La imagen del chico agradable se ha visto muchas veces en el cine, en las películas de ambiente universitario en las que un joven popular comienza a dejar ver su lado más siniestro.

Todas estas historias se dan cita en la vida real de la mano del más temido psicokiller sexual de los Estados Unidos de América, el tristemente popular Theodore Robert Bundy, el Depredador de Seattle.


Ted Bundy, el nombre con el que ha ingresado en la Crónica negra de la historia, nació en 1947, y como en tantos otros casos sufrió una infancia terrible. Su madre, madre soltera, tuvo que dejar al niño en manos de sus autoritarios abuelos en demasiadas ocasiones, ya que ni ellos ni ella podían mantener la familia sin el duro trabajo.

Ted veía como sus ansias de mejorar se perdían con el paso de los días, y pronto comenzó a descargar su ansiedad en pequeños hurtos, fruto de una cleptomanía que frenaba su ímpetu y le mantenía más o menos cuerdo.

En esa época le marcó también la visión del cuerpo desnudo de una vecina, que se cambiaba frente a su ventana, un hecho aparentemente sin importancia que, en su mente ya alterada disparó algún resorte oculto.

El joven comenzó a salir con una guapísima adolescente, Stephanie Brooks, y parecía que todo iba bien, aunque en 1966, cuando Bundy contaba con 20 años, ésta decidió dejarlo. Al parecer, el nivel económico y social que ostentaba el chico no bastaba para cubrir sus aspiraciones.

Despechado, Bundy sufrió entonces un duro golpe que rompió sus débiles defensas mentales, llevándolo a una época de amargura, en la que intentó progresar en sus estudios, ascender socialmente y conseguir una popularidad que le devolviera el cariño y la presencia de Stephanie.

Su excelente conducta y su trabajo en las aulas le valieron no pocas recompensas sociales, como su participación en el Comité Asesor para la Prevención el delito en Seattle. Sus allegados ya veían ante él un futuro brillante, que quizás podría llevarlo hasta el puesto de Gobernador.

Pero tanta brillantez ocultaba una larga y tenebrosa sombra. Todo el trabajo realizado hasta el momento tenía un objetivo: traer de vuelta a su vida a su chica.

Y lo consiguió. En 1973 se celebró la boda de Ted y Stephanie, aunque lo que se preveía como una gran alegría, se tornó en una pesadilla.

En la luna de miel, la cara afable de Ted cambió. La mujer con quien tanto deseaba estar pasó a convertirse en la persona que le repudió y por ello, Bundy la agredió, la vejó y la repudió tal y como ella había hecho antes.

Unos días después, la primera víctima del Depredador moría de una manera atroz. Tanto esta como todas las que le siguieron tenían un denominador común: jovenes, hermosas e idénticas a su odiada Stephanie.

Mientras el número de víctimas crecía, las autoridades se encontraban desconcertadas: no existía un patrón ni una manera de actuar coherente.

Durante cuatro años, de 1974 a 1978, este desequilibrado personaje viajó por cinco estados dejando tras de sí un rastro de violencia y salvajismo sin precedentes en la sociedad americana.

Cuando localizaba a una víctima, se procuraba una buena excusa para entablar una conversación con ella y la convencía para que le acompañara a su casa. Nada difícil, ya que Bundy era un tipo atractivo, con una cara franca y simpática.

Una vez reducida su víctima, la sometía a los más brutales castigos: golpes con martillos, con barras de hierros, violaciones salvajes, en ocasiones perpetradas con los más diversos y dolorosos objetos, como ramas de árbol.

Sin entrar en detalles, cada vez que aparecía la noticia de que se había encontrado un nuevo cuerpo víctima del agresor, los vecinos de la zona sentían como su corazón se encogía.

Bundy continuaba su carrera delictiva como si nada, e incluso, se cuenta, dio caza a dos víctimas el mismo día que pasaba un agradable día de playa con una novia.

Su fin se acercaba, ya que varias de las víctimas consiguieron sobrevivir y le identificaron. La policía ya tenía una imagen bastante cercana del asesino y el cerco se estrechaba.



El 8 de febrero de 1978 una joven consiguió escapar de la trampa urdida por el psicópata, y alguien aportó la matrícula de la furgoneta que conducía. Por desgracia, al huir la chica, sus ansias de matar no se vieron calmadas y se encontró con una niña de doce años, en la que descargó toda su ira.

Unos días después se localizó la furgoneta con los restos de la que sería su última victima y se consiguió poner nombre a tan salvaje carnicero. Dos días después, un agente de Pensacola, Florida, detenía a Bundy. En el juicio se logró demostrar el asesinato de tres mujeres, y aunque la policía aportaba una cifra de 36, fue suficiente para condenarlo a la silla eléctrica. Diez años después, la sentencia se llevó a término y ante el alivio del pueblo norteamericano, el Deprador de Seattle, murió.

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