Ambas poseen, como todas las grandes religiones un conjunto de textos esotéricos para el pueblo y los no iniciados, y una doctrina que se transmitía sólo oralemente con la explícita prohibición de difundirla fuera de las escuelas en que se impartía. En el caso de la reencarnación, tema que nos interesa, no es, de todos modos, necesaria una exhaustiva investigación para comprender que esta filosofía estaba incluida en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, y que de Moisés a Jesús existe un hilo conductor, unas veces más difuso y otras más perceptible, en donde se transparenta la doctrina secreta que adquirían los iniciados insertos en las sectas místicas de ambas ramas de esta religión.
Primeramente, vamos a ver qué datos podemos encontrar en el Antiguo Testamento, y qué pueden referirnos, al mismo tiempo, la historia paralela de otros pueblos como, por ejemplo, el egipcio, que tanta influencia tuvo en el pueblo de Israel.
Al salir Moisés de Egipto con las tribus que hasta entonces habían permanecido allí, al principio en convivencia pacífica y más tarde en esclavitud, en las tierras del imperio, llevaba consigo todo el bagaje que le había aportado su estancia en los grandes colegios sacerdotales, en donde se educaba a la nobleza del país; y aún lo más probable es que él mismo perteneciese a la casta sacerdotal y, al ver a Egipto diluido en la corrupción bajo el abuso religioso y político de sus dirigentes, decidiese sacar de allí a aquellas tribus bárbaras, pero de algún modo vinculadas al monoteísmo, para dar continuidad a la antigua tradición.
A este Moisés de precedencia egipcia, algunos historiadores, e incluso viejas leyendas judaícas, le atribuyen, además del rango sacerdotal, una brillante actividad militar, cosa que nos parece absolutamente injustificada, pues no hubiese sido en este caso necesaria la colaboración organizativa de Josué para la salida de Egipto.
Centremos nuestra atención en Moisés sacerdote. La legislación que, en nombre de Yahvéh Adonay, impone al pueblo, e incluso la normativa que añade, tienen casi más carácter social que religioso. Imaginemos a estas tribus en medio del desierto sin la sujeción del "no matarás", "no robarás", "no desearás la mujer del prójimo", etc... Es evidente que este Decálogo de negaciones, salvo en el cuarto mandamiento, está encaminado a mantener un orden vital para aquellas circunstancias. Sin embargo, encontramos enlazadas a estas tradiciones de carácter pragmático, aspectos incomprensibles si nos alejamos de su anterior historia egipcia; detalles como el de las artes adivinatorias, circunscrita esta práctica a los levitas, sacerdotes oficiales, por medio del Tummim y el Urim, también llamado EFOD. Servía este procedimiento mágico para obtener respuestas que consistían en un «sí» o un «no», a indicación de (parece ser) unas varillas que manejaba el encargado del ritual. Ahora bien, de todas estas prácticas no se especifica en el libro absolutamente nada; se da por hecho que había unos sacerdotes que las utilizaban en determinados casos, pero no se encuentran aclaraciones al respecto, contrariamente al espíritu mosaíco, que describe y normatiza minuciosamente todas y cada una de las actitudes, actos, ceremonias, comportamientos, higiene, etc... del pueblo judío con una capacidad paranoica difícilmente igualable.
Se puede entonces deducir, sin demasiados riesgos, que existía una enseñanza esotérica de la que no se hablaba fuera del ámbito iniciático, y de la que el pueblo conocía únicamente su manifestación exterior.
Quizás Freud acierte plenamente al adjudicarle a Moisés el título de Sacerdote de Aton, y probablemente tiene razón cuando afirma que Exodo comenzó a la muerte de Akh-en-Aton, con la destrucción de los templos, de las efigies y de las doctrinas del Faraón, que por primera vez en la historia de Occidente se proclama como Hombre de Maat, que es la Verdad, el Orden y la Justicia.
Siguiendo este hilo, significativo a nuestro modo de ver, verificamos también, a través del Antiguo Testamento, que, al igual que la religión instaurada por Akh-en-Aton (su himno data del año 1400 antes de Cristo), este naciente judaísmo, e incluso en época demasiado concreta ya muy avanzada, no sostiene ninguna noción sobre la vida ultraterrena, antes o después de la existencia, que de alguna forma pueda vincularse con un cielo o un infierno. Las almas preexistían y después de la muerte iban al Seol, o lo que es lo mismo, al seno de Abraham, sin pesadumbres especiales y sin gratificaciones. Hasta el cristianismo no se habla de resurrección. Con todo, encontramos textos del Antiguo Testamento que dejan entrever que, para ellos, la muerte no era para siempre, que el hombre volvía a la tierra, que Dios le sacaba del Seol y más aún, que el Señor amaba a unos antes de nacer y odiaba otros; cuando uno de los dogmas fundamentales en el judaísmo era y es el libre albedrío, y Dios no puede "amar" ni "odiar" sin motivos precisos, consecuentes al comportamiento del hombre.
Avanzando más en las Escrituras, por ejemplo, encontramos numerosos textos tratando sobre la identidad de Juan y Elías, alrededor de 6 o 7 entre los 4 Evangelios; pero la idea general de la reencarnación flota también sobre otros fragmentos, si no explícitamente, sí en forma de aceptación. Advertimos que, cada vez que alguien le pregunta a Jesús si es Elías, él simplemente lo niega, ni comenta ni condena el reencarnacionismo; nada dice sobre ello en teoría, no se extiende sobre el tema, como si diera por hecho que no es discutible. Parece, sin duda, que estaba en el ánimo de los judíos esta creencia, y así encontramos en Mateo, capítulo 14, versículo 1, a Herodes, preocupado por la vuelta del Bautista, a quien confunde con Jesús: «En aquel tiempo oyó el terarca Herodes la fama de Jesús, y dijo a sus cortesanos: "Ese es Juan el Bautista; él ha resucitado de entre los muertos y por eso actúan en él fuerzas milagrosas"».
Por otra parte, el cristianismo no rompe con las antiguas tradiciones al exponer su doctrina en dos aspectos, uno esotérico (parábolas, etc.) y otro para los iniciados.
De la antigua Iglesia cristiana, de los primeros tiempos, cuando el centralismo romano no había aún derrumbado la tradición espiritualista, encontramos textos que nos informan sobre la primitiva creencia. Uno de ellos se encuentra en la epístola que San Jerónimo escribe a Avito: «Si examinamos el caso de Esaú, hallaremos que fue condenado a causa de sus antiguos pecados en un peor curso de vida».
Finalmente, hemos de añadir que el rechazo de la creencia reencarnacionista por la Iglesia católica no se promulga hasta el año 553, en el II Concilio de Constantinopla. Como anécdota diremos que, además de la ilegitimación de esta vieja tradición religiosa, el Espíritu Santo tuvo a bien sugerirles que añadieran, de paso, que la mujer, al igual que el varón, posía un alma.
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