En España, sobretodo a finales del siglo XIX y principios del siglo XX abundaron las historias sobre “Hombres del Saco” que atrapaban mujeres y niños con fines criminales. Uno de los más conocidos fue Diaz de Garayo, aldeano alavés que acabó con la vida de unas cuantas prostitutas allá por el final del siglo XIX. Pero aquí os hablaré de otro de esos “Hombres del Saco”, quizá menos famoso que el anterior, pero con una historia tan interesante que nos ha “obligado” a llevarla a la gran pantalla.
Se trata de Francisco Leona, el Sacamantecas de Almería.
Todo sucedió en un pueblecito llamado Gador, situado en la vega del río Andarax y a quince kilómetros de Almería. Allí fue asesinado un niño de siete años, Bernardo Gómez, a manos de un grupo de hombres y mujeres desalmado. Es una historia sobrecogedora. Sucedió el 28 de junio de 1910. Aquella tarde, los padres de Bernardo notaron su falta y comenzaron a buscarlo y ante el resultado negativo de la búsqueda, decidieron dar conocimiento del hecho a la Guardia Civil.
Tanto la Guardia Civil como muchos vecinos del pueblo comenzaron una incansable búsqueda del pequeño que resultó infructuosa hasta que finalmente, a las cuatro de la tarde se presentó en el cuartel de la Guardia Civil de Gádor, un vecino del mismo pueblo llamado Julio Hernandez, apodado “el tonto”, diciendo que había encontrado al niño en un barranco tapado con unas piedras. Según refirió estaba muerto y completamente destrozado.
En efecto, el cadáver de Bernardo fue hallado en un barranco a unos cinco kilómetros de Gádor, cubierto con piedras y matorrales arrancados de los alrededores. La muerte se produjo a consecuencia de los golpes, lo que se desconocía eran las circunstancias de la herida en la axila, cuyo propósito fue obtener sangre y la extracción de las grasas del vientre ¿Para qué?
Algunos señalaron sin vacilar hacia un mismo personaje: una mala persona llamada Francisco Leona, de 75 años de edad y barbero y curandero de profesión. Pariente de los caciques, pasó de niño mimado a matón cruel y despiadado. Los antecedentes acumulados a lo largo de sus setenta y cinco años, que hicieron a la Guardia Civil considerar la posibilidad de que fuera el asesino.
Leona ofreció una coartada en los primeros interrogatorios a los que fue sometido e insinuó la posibilidad de que el infanticidio lo hubiera cometido Julio “el tonto”. La Guardia Civil le detuvo. Ambos fueron conducidos a la cárcel de Almería y ya allí sometidos a interrogatorios y careos. Se acusaban mutuamente.Por fin, Julio mantuvo reiteradamente su acusación contra Leona, confesándose a la vez cómplice; y Leona terminó confesando también.
Así pudieron conocerse todos los pormenores del infanticidio, sus móviles y la totalidad de los cómplices y encubridores, que ese mismo día durmieron en la cárcel: Francisco Leona, Francisco Ortega Rodríguez “el moruno” , Julio Hernandez “el tonto” y Agustina Rodríguez la curandera. La reconstrucción del asesinato no resultó fácil, pero al final de varias sesiones se pudo saber toda la verdad.
El infanticidio estaba relacionado con absurdas prácticas del más primitivo curanderismo, aquel que propiciaba el vampirismo de la sangre joven como método seguro para recuperar la salud y el vigor perdidos por la enfermedad o la vejez. Se supo tras la reconstrucción del asesinato que al niño Bernardo le extrajeron la sangre para que la bebiera aún caliente una persona enferma, y las mantecas para que le sirvieran de emplasto con el fin de combatir su tuberculosis.
El enfermo era Francisco Ortega “el moruno”, un agricultor de 55 años afectado por la tuberculosis, inculto, de reacciones primitivas y tremendamente obsesionado con su vida y su salud. Cuando “el moruno” se sintió enfermo acudió a la curandera Agustina Rodriguez. Ante la incapacidad para mejorar su salud, le puso en contacto con Leona, y fue a este desalmado a quien se le ocurrió asesinar a un niño, porque estimó que cuanto más difícil, complejo y monstruoso fuese el remedio, más dinero estaría dispuesto a pagar “el moruno”. Unos días antes del infanticidio, se reunieron Leona, el enfermo y la curandera Agustina. Entonces, tras asegurar al “moruno” que su enfermedad era mortal de necesidad le comunicó que él tenía el remedio:
“Es necesario que te bebas la sangre de un niño robusto y sano; pero la sangre tiene que estar caliente, según vaya brotando… y luego tendrás que ponerte sus mantecas en el pecho como una cataplasma.”
Francisco Ortega, “el moruno“, dudó durante unos instantes, pero finalmente decidió que “la salud era antes que Dios”. Acordaron que los dos curanderos se encargarían de todo: raptar al niño, llevarlo a un lugar seguro y avisar al “moruno” en el momento oportuno. Julio, el hijo de Agustina, aceptó el encargo: él ayudaría a Leona a raptar a un niño y lo cargaría hasta el cortijo donde se llevaría a cabo el sacrificio a cambio de cincuenta pesetas.
En la tarde del 28 de junio, Francisco Leona y Julio Hernandez “el tonto” merodeaban al acecho de su presa cuando vieron aproximarse a tres chiquillos que jugaban. Los asesinos esperaron la oportunidad tras unos matorrales, hasta que uno de los niños, Bernardo, se alejó un poco de sus amigos. Saltó sobre él Leona, tapándole la boca y la nariz con un pañuelo impregnado en cloroformo, con lo que el niño se desvaneció. El curandero lo arrastró hasta donde estaba escondido Julio y lo introdujeron en un saco.
En una casa apartada, extrajeron al niño del interior del saco. Junto a la cabeza de Bernardo se situó el enfermo, sentado en una silla baja y a su lado, Leona empuñaba la afilada navaja. José se hallaba sentado en el poyo. Cuando la navaja atravesó con una puñalada certera la axila del niño, la sangre comenzó a brotar en un chorro continuo; caía en el interior del vaso que la curandera sostenía debajo. Luego, ésta añadió a la sangre un par de cucharadas de azúcar y se la dio a beber al enfermo.
Terminada la sangría, Leona ordenó al enfermo que regresara a su casa, donde recibiría el segundo remedio para curar sus males. Vendó el brazo del niño para detener la hemorragia, volvió a meter al niño en el saco y de nuevo Leona y “el tonto” cruzaron los campos hasta llegar al lugar que habían elegido para esconderlo; allí lo remataron y le extrajeron la grasa del vientre. Después, entre los dos introdujeron el cadáver de Bernardo en una grieta de la quebrada y lo cubrieron con algunas piedras y matas. Posteriormente “el tonto” dijo haber descubierto el cadáver de Bernardo por casualidad, para poner a la Justicia en la pista de su madre y Leona, en venganza porque a la mañana siguiente al asesinato no quisieron pagarle las cincuenta pesetas prometidas.
Francisco Leona murió en la cárcel sin llegar a conocer la sentencia que le hubiera correspondido: garrote vil. El Tribunal condenó a la pena de muerte en garrote a Francisco Ortega “el moruno”, a Agustina Rodriguez y a Julio Hernandez “el tonto“. Los informes psiquiátricos influyeron para que “el tonto” fuera indultado, pero las demás penas se cumplieron.
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