Al contrario de las antiguas religiones y tradiciones, el catolicismo se declaró, como ya hemos dicho, antireencarnacionista en el II Concilio de Constantinopla.
Entiende esta filosofía que el alma ha sido creada por Dios y que no posee cualidades divinas, al ser una sustancia aparte de su creador.
Es ésta una de las pocas doctrinas que es trinitaria con respecto a la divinidad y dual con respecto al hombre. Para el catolicismo, el ser humano está formado de cuerpo y alma; muy al contrario del primitivo cristianismo que afirmaba la Trinidad del hombre. Al menos así leemos en la epístola de San Pablo a los Tesalonicenses, capítulo 5º, versículo 23: «Que Él, el Dios de la paz os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma, y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida.»
Afirma esta religión que después de una sola y única existencia, el alma del hombre recibe según su pasado comportamiento, un premio (cielo) o un castigo (infierno), definitivos, para toda la eternidad. Sin embargo, en su propio catecismo se lee, por ejemplo, que después de la vida viene: «Muerte, Juicio, Infierno y Gloria». Extraña redacción (debiera ser: «Muerte, Juicio, Infierno o Gloria») que no puede ser aclarada desde el prisma oficial.
La interpretación católica del más allá es similar a la de los fariseos. La vida eterna se adquiere a través de un nuevo nacimiento después de concluida la existencia; entre la vida en el mundo y la vida ultraterrena no hay una continuidad. Sólo a través de este renacimiento se llega a la Divinidad. Pero no sólo eso: para lograr la trascendencia no son suficientes las acciones humanas en su avance hacia la perfección; el hombre necesita de la gracia de Dios. La salvación es un regalo de lo Alto porque el alma humana no es esencialmente inmortal.
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