Una leyenda narra que en Löven se sirvieron de unos kaboutermannikins para levantar el campanario de una iglesia. Una vez realizado el trabajo, los ciudadanos de la población aportaron cada uno varias monedas de oro y plata con las que pagaron a los mannikins. Estos, entusiasmados ante aquella catarata de monedas se escondieron en su cueva reforzada con vigas de madera, y allí permanecieron durante muchos años, contando aquel tesoro una y otra vez.
Unos siglos más tarde, carcomidas por la humedad las vigas de la caverna, un buen día cedieron, y la techumbre rocosa se derrumbó, sepultando a los mannikins y su tesoro. Desde entonces, han sido numerosos los que han intentado encontrar dicho tesoro, sin ningún éxito.
También en España existen diversas leyendas relativas a los gnomos, siendo una de las más curiosas la siguiente:
Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaño por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente sino en las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo; en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos wue durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roxa, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esa inmensa bola de nieva que baja rodando desde los altos picos y arrolla y aplasta cuando encuentra a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia, y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos.
Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse en las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferentes naturalezas y que, al parecer, a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulce palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con sus promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos y, eternos guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras preciosas.
¿Veis esa inmesa mole coronada aún de nieve? Pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la vez.
Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso fantástico, producido por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal cuajado de mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían incrustadas multitud de piedras preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, diamantes, rubíes, zafiros y otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero no tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fonde de la fantástica caverna; sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.
El pastor, solo, perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, como un salto de agua coronado de espuma, que caía formando una vistosa cascada produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, o bailando en apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados, un montón de toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro de forma antiquísima llenas de rubíes; copas cinceladas, ricas armas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblabla. Al menos, el pastor refirió que así le había parecido.
En el momento en que la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar el miedo del pastor, y alucinado a la vista de aquellas joyas de las cuales una sola bastaría para hacerle poderoso, iba a apoderarse de algunas cuando oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de gnomos, del hervidero subterráneo, del rumor de las aguas, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de las campanas que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.
Al oír la campana que tocaba el Ave María, el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conducía al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.
Desde entonces se explicó a todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la corrompen desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.
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