Al espíritu oficioso de Cupido, hijo de Afrodita, le debemos una de las historias más hermosas de la mitología clásica.
Subido a lo alto del monte Parnaso, Cupido, que acaso estaba cansado de su rutina, sacó de su carcaj dos flechas: una para inspirar el amor y otra para aborrecerlo.
La segunda flecha alcanzó a la ninfa Dafne, hija del dios-río Peneo, y la primera atravesó el corazón del poderoso Apolo, que por entonces lloraba sus amores truncos con Jacinto.
Una pasión repentina y desenfrenada se apoderó de Apolo. Y Dafne, con idéntica intensidad, detestó la idea de entregarse a él.
Lo cierto es que Dafne amaba únicamente a los bosques. Con íntimo placer recorría los claros ocultos entre la maleza. Los árboles la conocían y anticipaban su presencia dejando caer hojas y flores a su paso. Cuando el sendero era ancho las ramas se inclinaban ante ella en una suave reverencia, pero cuando el camino se angostaba retraían sus brazos para que la ninfa no tuviese que inclinarse al pasar.
A veces, cansada de caminar, Dafne se sentaba a la orilla de su padre y contemplaba el interminable ondular de sus aguas.
Muchos fueron los dioses, héroes, mortales y espíritus del bosque que se enamoraron de Dafne. Ella los rechazó a todos. Su naturaleza era la libertad.
A menudo Dafne se abrazaba al cuello de su padre y le rogaba que le permitiese la gracia de vivir siempre como Artemisa, es decir, en una eterna y solitaria existencia.
El bondadoso Peneo, incapaz de resistirse a los ruegos de Dafne, le concedió la gracia de la soledad, aunque le advirtió:
—Será tu propia Belleza la que te lo impedirá.
Apolo, recordemos, ensartado por la flecha de Cupido, no podía evitar amar a Dafne y mucho menos el anhelo de poseerla. Justo Apolo, que tantos oráculos había predicado, no pudo predecir su propia tragedia.
Embriagado por un deseo irreprimible Apolo contemplaba los verdes cabellos de Dafne cayendo sobre sus hombros como la corriente de un río salvaje. Veía sus ojos y le parecían estrellas. Miraba sus labios y sólo pensaba en saborearlos. Admiraba su piel, sus hombros desnudos y todo aquello que se ocultaba a su vista lo imaginaba aún más bello.
Fue así que Apolo siguió incansablemente el rastro de Dafne a través del bosque, escondido a la sombra de los árboles. Desde allí, al amparo de miradas indiscretas, bajo el manto donde Nix, la diosa de la noche, dormía su siesta, la soñaba entre sus brazos.
Sin embargo, cada vez que Dafne sentía su presencia huía como el viento entre las hojas y no se detenía ante ningún reclamo o promesa.
Entonces llegó el día señalado por las Moiras, las diosas del destino...
Apolo vislumbró la silueta inconfundible de Dafne a través de las flores, tendida en el suelo mientras oía la melodía distante de la flauta de Pan. Sin burocracias de por medio, se lanzó sobre ella.
Dafne se incorporó con una velocidad increíble. Se diría que sus pies no tocaban la hierba mientras corría. Era encantadora incluso cuando huía. El viento agitaba sus ropas, hechas de musgos y flores acuáticas, y sus cabellos, verdes y perfumados, flotaban exhuberantes sobre su espalda.
Harto de sentirse despreciado, y con la fuerza que su pasión desmedida le proporcionaba, Apolo corrió tras ella.
Los pocos testigos de aquella carrera sostienen que Apolo corría como un perro salvaje, con las mandíbulas abiertas listas para cerrarse a su presa.
Así volaban el Dios y la Ninfa; él en las alas del amor y ella en las del miedo.
Pero el perseguidor era más rápido, o su motivación más intensa, y finalmente le dio alcance. El jadeante aliento de Apolo se mezcló con los cabellos de Dafne. Sus manos se cerraron sobre las suaves muñecas. Sintió las venas bombeando su savia.
Exhausta, sabiéndose vencida, Dafne clamó por la ayuda de su padre.
Se oyó un trueno en el bosque, como si las aguas del río se agitaran. Entonces Apolo vio que los miembros de Dafne se volvieron rígidos; su pecho se cubrió de una tierna corteza, sus pies se aferraron al suelo como raíces, y su pelo, todavía verde y perfumado, se transformó en un racimo de hojas.
Apolo observó la metamorfosis todavía encendido por el deseo. Acarició la corteza gris y la tibia carne que latía debajo. Loco de tristeza, abrazó las ramas y cubrió de besos la madera, pero las hojas, todavía indiferentes a su amor, se apartaron de sus labios.
Entonces el dios dijo:
—El amor no puede forzarse; no puedo obligarte a que me ames así como no puedes obligarme a que deje de hacerlo. Sin tus caricias, trenzaré mi corona con tus hojas, y en adelante la victoria se coronará con el verde de tu savia.
Dafne, que reconoció al dios en Apolo, inclinó ligeramente sus ramas, agradecida.
Y desde entonces, públicamente orgulloso de un amor que nunca se concretó, Apolo honró a Dafne llevando para siempre una corona de laureles sobre su cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario